miércoles, diciembre 19


Caminó por entre la gente, trémula y apasible, como tantas veces. Caminó por entre los rostros desfigurados por el cansancio y el anhelo de acabar con el agetreo...caminó y caminó; como tantas veces. Las mismas veces en que pidió, compasiva, una ayuda a la mano amiga, esa misma de la cual se pregonaba por aquellos tiempos.

Caminó sola, como todos los años. Caras conocidas y amistosas también pasaron por su lado, no la obviaron, pero tampoco le sonrieron. O talvez sí, pero la costumbre no permitió que Ella detectara ese suave gesto.

Caminando se dio cuenta de que el camino era diferente. Estaba gastado, agotado. "Ha resistido mi caminata durante años sin inmutarse", pensó, pero en realidad el destino del camino había sido designado desde lo Alto. Ella y Él eran ahora inseparables.

La gente siguió caminando. La cuesta era empinada, pero la Juventud Eterna es inmune a los obstáculos, a la incertidumbre. Ella también era joven, por cierto, pero el peso sobre sus delgados hombros la hacía envejecer. Ella no quería ser vieja aún, pero pensaba que si su destino era ése, no era quién para rebatirlo.

La tierra bajo sus pies se volvía espesa a cada paso, dura e impasible. Ella amaba la Tierra, más que a sí misma. Amaba sus raíces, las ocultas bajo ese escombro oscuro e indeseable. Pero amaba, por sobre todo, su Calidez, esa que brindaba a sus hijos desvalidos por los embates del delirio humano.

Unos pasos más allá el camino daba un vuelco. Desde el recodo Ella observó la hilera fina de hormiguitas, seres humanos hacia la cima de la cuesta. Faltaba poco, imaginó tristemente, para volver a estar sola.

Ese fue, talvez, el misterio que nunca pudo entender. Cómo es posible sentirse tan solo, si tanta gente se encuentra a tu lado.

Definitavamente, la Soledad había sido creación del vientre de la Tierra, como reliquia para ella misma. El delicado peso sobre su espalda a lo largo de los años no eran más que las incontables conversaciones con la Soledad, amiga de alegrías, compañera de torpezas. Si alguna vez alguien dijera que ya no son dos, sino tres en un mismo ser, Ella no tardaría en explicar que la Soledad, el Camino y Ella son uno mismo por unión indisoluble.

De a poco, las Hormiguitas se fueron agolpando a la orilla de la cuesta. No querían caer al precipicio, lógicamente, aunque la lógica en la Humanidad es lo más burdo e impracticable. Aún así formaron un arco en torno a la curva, protegiéndose unos a otros, tomados de las manos y cercándose en torno a los árboles, que se mecían acompasadamente, casi en complicidad: El tiempo se acercaba, y el Mundo no era más que un testigo fidedigno de todo lo que estaba sucediendo.

Ella tenía la misma certeza que todos los hombres que la acompañaron en esa extraña travesía. El fin se acercaba a pasos agigantados. Más gigantes que los que ella alguna vez podría haber dado. El Cielo era el límite, el vestíbulo sombrío que resguardaba los secretos de ese ritual indescifrable, ritual en el que la humanidad entera se había puesto de acuerdo para celebrar.

Una cuenta regresiva desde la corteza terrestre comenzó a susurrarse en el oído de quienes esperaban con brazos abiertos la brisa del Fin. Nadie estaba solo allí, pues todos de una manera u otra se acompañaban, ficticia, cínicamente.

Ella esperó. Sabía esperar, era su principal virtud. Esperó que el abrazo no fuese tan doloroso, que la cuenta regresiva no calara su interior y la hiciera desgarrarse en llanto. Pidió, por primera vez, que la Soledad se hiciera tangible, que sutilmente se desprendiera de su espalda, de sus hombros ya cansados, y viniera en carne y hueso a entregarle el abrazo cándido que le debía desde tiempos remotos.

En segundos el tiempo pareció detenerse. Los ojos abiertos de par en par en los individuos le indicaron que el momento había llegado. Como gotas de rocío las lágrimas asomaron por entre las endijas más recónditas, se deslizaron por las mejillas enternecidas, las manos inquietas comenzaron a moverse: El abrazo había llegado.

Y una vez más, ella estaba sola. Palabras y murmullos circulaban con tanta frecuencia, que en su rostro no se reflejó la más mínima sorpresa. Se sentía en su mundo aparte, con su Soledad y su Tierra, como tantas veces.